El taxista porteño es un filósofo que igual te habla del aliño que se pone la Barbie (Cristina Fernández de Kirchner) cada mañana que de las rajadas del Gordo (Maradona) sobre la prensa canalla. "Qué querés, el pibe siempre fue así".
Está informado de todo lo que ocurre en el mundo, aunque política y fútbol conforman los principales temas de tertulia en una carrera llena de emboscadas. Aquí no son las zanjas, sino los piquetes. Se protesta por todo, y probablemente con razón. En un semáforo una niña que no llega a los doce años y no tiene pinta de mendiga ejerce como tal. Cuando los coches arrancan ahoga un sollozo en sus manos vacías.
La Boca es un cocedero de turistas que dejan (ellos) que les anuden un muslo en la cintura o (ellas) que les guíen en un giro con sacada, aguja y ocho cortado. Una foto por un puñado de pesos.
Dejo atrás el bullicio de Caminito para entrar en la Bombonera, uno de los templos del fútbol mundial, aunque éste sea más pequeño y arrabalero que otros, a mucha honra.
En el Museo Boquense hay una sala con pantalla de 180 grados donde te hacen sentirte como Palermo o Riquelme. Gritos y aplausos.
Salgo a la cancha pintada de azul y amarillo, los colores del Boca Juniors, y me fijo en que hay anuncios de Coca Cola en negro, no en rojo como es marca de la casa. Una Coca Cola gótica. La explicación es clara: el rojo identifica al River Plate, el enemigo íntimo, y en la grada sagrada de la Bombonera ese color está proscrito. Porque en Argentina, cuando de fútbol se trata, no se hacen prisioneros. Con perdón de las damas, como diría el Gordo.
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