Más de dos décadas más tarde de aquella fatídica final de la Copa de Europa de la temporada 1984/1985, la palabra tragedia, asociada al fútbol, sigue remitiendo directamente a aquel recinto, a aquella tarde.
Nick Hornby, el conocido autor de “Alta fidelidad” y “Fiebre en las gradas”, escribía en este último libro que Heysel fue “parte orgánica de una cultura en la que muchos habíamos tomado parte activa”. Y no lo dice porque él fuese ningún hooligan. Tan sólo era un hincha más del Arsenal, la versión adulta de un niño de once años enamorado del rugido enbravecido de Highbury. Sin embargo, asegura que se sintió “parte integral” de un colectivo que, involuntariamente y en silencio, había alimentado ese comportamiento, “hasta el punto de considerarlo de lo más natural”. A fuerza de banalizar gestos obscenos y cánticos violentos, la grada contribuía a legitimar las fechorías de los hooligans.
En mayo de 1985, Hornby trabajaba en Londres como profesor de inglés para universitarios extranjeros; entre ellos, una buena tropa de italianos deseosos de saltarse la clase para ver como la Juve “se cepillaba al Liverpool”. Hornby lo dispuso todo para seguir la final; incluso decidió tomar partido por el Liverpool para compensar tanto tifossi. Encendió el televisor, en el que aparecían ya los comentaristas, bajó el volumen y aprovechó los minutos previos al sorteo de campos para escribir en la pizarra algunos términos futbolísticos. Un rato después, cuando vio que el partido no comenzaba, subió el volumen. Y de repente, tan pronto como comprendieron lo que sucedía, Nick Hornby asegura que sintió vergüenza. Vergüenza de ser inglés y aficionado al fútbol.
Últimamente, a través de distintos estamentos, esa abstracción llamada fútbol está intentando concienciar al aficionado europeo de lo que significan los gritos racistas en los estadios. Y algo se ha logrado. El famoso “Uh, uh, uh”, lo mismo ahora que hace unos meses, procede de una minoría descerebrada. Pero, mientras que entonces el resto del estadio no se inmutaba con la gracia o, peor aún, la celebraba, ahora comienza a poner mala cara, e incluso a reconvenir y chistar a estos grupos tan selectos. Buena noticia. Acabar con la mala educación y los insultos en los estadios es tan difícil como hacerlo fuera de ellos; lo que sí es posible es aislar a los estúpidos y a los violentos. No riamos las gracias a quienes, como le sucedió hace más 20 años a Nick Hornby, nos hacen sentir vergüenza de ser aficionados a esta maravilla de deporte.
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